Di otro sorbo y continué con la fiesta. Pasaron unos minutos, no había llegado aún ni media noche, y tan sólo llevaba fuera de casa una hora, pero yo ya estaba pensando en volver y acostarme. Empecé a dudar de mi capacidad para echar unos tragos. Hombre, no suelo beber mucho, pero hasta el punto de que un único gintonic me tumbara, no me hacía mucha gracia.
Dije a mis amigos lo mal que me había sentado aquel preparado y salí del pub. Paso a paso me di cuenta de que iba tambaleándome, cual borracho a las 7 de la mañana. Me agarraba con las dos manos en las paredes. Resoplaba. Me escondía de la gente para que no pudieran verme en ese estado. Estaba a punto de caerme al suelo. ¡Menuda pinta llevaba en Navidad!.
Alcancé la calle de la Iglesia de Fátima, que es oscura, por suerte, y agarré un árbol con todas mis fuerzas. Allí vomité por primera vez aquella noche.
-Jorge, esto se complica, no vuelvo a beber ginebra en mi vida, ¡lo juro!- Seguía diciéndome a mí mismo
Tras una vuelta a casa insoportable y sinuosa, llegué al portal. Allí de nuevo abrí mi boca y mi cuerpo devolvió. Jamás una única copa me había hecho tanto daño.
-¡Qué vergüenza! Voy bien mamado. Espero que mi padre, que estará durmiendo, no advierta este cuadro- Pensé
Por fin, entré en casa. A oscuras, mi cabeza daba vueltas. Conseguí echarme sobre mi cama. Un helicóptero gobernaba aquel techo de colores. Tenía sensaciones alucinógenas. ¡Guauuuu!
Vomité parte de la cama y el suelo. Un rato después, volví a vomitar.
- ¡Dios, ni una shandy la próxima vez! -Me dije
Fregona en mano y con los ojos cerrados conseguí recoger aquel pastel estrellado en las baldosas de la habitación. Sudores fríos me atacaban. Quería morirme. Desperté aún con la frente empapada.
Sonó el teléfono. Era mi hermana, me hizo saber que todos los que habían devorado aquellas malditas ostras en la comida de Navidad llevaban dos días enfermos por intoxicación. Después me preguntó:
-¿Tú comiste alguna, Jorge?