
Qué narices, no pienso plantarme sin más. Si acecha el momento y ella me busca, la escupiré a la cara, sonriendo si puedo, sabiendo que la batalla siempre la gana el Amor y que es, precisamente, eso lo que nos salva. Llámalo Dios o como quieras, pero a mí, dejadme en paz, ya no me engaña nadie. Es el Amor lo que nos hace ser felices y creer en algo, ¿o vendrá alguien a convencerme de lo contrario? Si la guadaña merodea a oscuras, y en ese mismo instante aún soy consciente, desgarrándome la garganta recitaré estas palabras de John Donne -con casi 100 lustros de antigüedad- y que para mí representan la fuerza del coraje en carne viva, la valentía de un minúsculo grano de polen en el aire, la rebeldía de las células sanas ante las cancerosas...
No te enorgullezcas, muerte, aunque te llamen poderosa y horrenda, porque no lo eres. Aquéllos a los que creíste abatir, triste muerte, no murieron, ni a mí puedes matarme. Si del reposo y el sueño, meras imágenes tuyas, tanto placer proviene, de ti, entonces, mucho más debe venir. Los mejores de nosotros se van enseguida contigo (...) Esclava del Hado, la Fortuna, los reyes, los desesperados, si con veneno, guerra, enfermedad, amapola, encantamiento se nos hace dormir tan bien, mejor que con tu golpe, ¿de qué te jactas? Tras un breve sueño, eternamente vamos a despertar, y ya no habrá más muerte. Tú, muerte, morirás.
John Donne. Poesía Sacra.
Traducción de Sergio Cueto
(Beatriz Viterbo Editora. Rosario1996)